“Para mí, no hay
paisaje feo. Al llegar acá, a Castilla, cuyos campos representan no
poca semejanza con lo que nos dicen ser La Pampa, me hablaban todos
de la tristeza y fealdad de esta campiña sin árboles ni arroyos, y
me ponderaban la belleza de mi tierra vasca. Y les sorprendía al
oirme decir que prefiero este paisaje amplio, severo, grave; esta
única nota, pero nota solemne y llena como la de un órgano, a
aquella sonata de flauta de tres o cuatro notas verdes, de un verde
agrio” -Unamuno-.
Bartolomé Cossío
afirmaba que el paisaje de Castilla es el cielo. Es el cielo el
que igualmente configura la aridez de sus tierras tan solo redimidas
en pequeñas hectáreas de regadío; y es el cielo el que define la
personalidad de sus gentes siempre observando con temor al futuro,
con el miedo genético a que sus inclemencias arruinen el fruto del
trabajo y los ahorros. La negación del momento presente es una
constante vital. Pasado nostálgico y futuro desesperanzado. Ese
eludir el momento cotidiano y vivirlo con el vitalismo necesario,
son notas definitorias del alma colectiva de Castilla y muy
especialmente de la Tierra de Campos.
Según Delibes el
castellano rural es propenso al retraimiento, a la hurañía, a la
rencilla, a la murmuración y a poner trabas a cualquier empresa. En
el estío regresa a su pueblo y se convierte en caminante paseando
por sus calles hasta llegar al bar o a la bodega, incluso a veces
recorre caminos polvorientos, moviendo sus pies y su cabeza, soñando
siempre con lo venidero, recordando el pasado y renegando del
presente.
Para Ortega y Gasset,
en Castilla no hay curvas, lo cual configura un marco conceptual
de líneas rectas, para formar el cuadrado, la forma geométrica que
para los clásicos representaba la Tierra, frente al círculo que
definía lo celeste. Y la unión del cuadrado y el círculo forman el
octógono. El castellano, con una cosmovisión de catolicismo
acendrado, de poca apetencia por el gnosticismo y el esoterismo, y de
un pensar con los pies en la tierra,
dejó para Navarra las dos únicas iglesias octogonales del Camino
Francés: Eunate (propiamente en el Camino Aragonés) y Torres del
Río, llenas de misterios y simbolismos.
Si el paisaje de Castilla
es el cielo, su meseta carece de curvas y sus caminos son
interminables, su encanto ha de residir pues en realizar etapas
nocturnas y saborear ese tipo de soledad que te enseña a quitarte la
propia soledad y a darte compañía a ti mismo. O en buscar el
remanso y la paz del románico.
El
Camino Francés en Castilla y León es una recta horizontal que
atraviesa la Comunidad de este a oeste como una suma de puntos
singulares y emblemáticos, es el camino de los canteros, de los
constructores, el tránsito sin semáforos,
completamente despejado para esa Europa que se hizo peregrinando. Es ese oasis sin apenas agua ni fuentes para
disfrutar de un patrimonio artístico sin igual e interiorizar el
camino antes de entrar en el mundanal ruido
en O Cebreiro. También es un caminar por las dehesas de la Vía de
la Plata en otra línea recta de sur a norte hasta curvar en Granja
de Moreruela para optar por la ruta sanabresa y admirar la primera
representación de Santiago Peregrino en Santa Marta de Tera.
Si
en la Sierra del Perdón, (a unos diez kilómetros al sur de
Pamplona) “se cruza el camino del viento con el de las estrellas”,
en Castilla, se camina con el cielo estrellado sobre ti y la paz y la
tranquilidad dentro de ti. En
Castilla se camina igualmente consciente o inconscientemente,
viajando al pasado.
Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla como afirmó
Sánchez Albornoz, y el peregrino transita por el camino por
antonomasia de la España del ayer, con la protección del Apóstol.
España
es Yago´s Land, y
Castilla refleja en el Camino la pasión de unidad de la Nación y la
búsqueda de la universalidad, en el marco de un catolicismo de Roma,
la Cruz y Santiago. Ya en Carlomagno, estas señas de identidad
están presentes cuando según la leyenda (narrada en el Códex
Calixtinus), después de contemplar las estrellas intentando
descifrar sus misterios, recibió en éxtasis la visita de un
caballero al que una vez preguntada su identidad, respondió al
Emperador:
“Yo soy Santiago
Apóstol, discípulo de Cristo, hijo de Zebedeo, hermano de Juan el
Evangelista, a quien con su inefable gracia se dignó elegir el
Señor, junto al mar de Galilea, para predicar a los pueblos; al que
mató con la espada el rey Herodes, y cuyo cuerpo descansa ignorado
en Galicia, todavía vergonzosamente oprimida por los sarracenos. Por
esto me asombro enormemente de que no hayas liberado mi tierra, tú
que tantas ciudades y tierras has conquistado. Por lo cual te hago
saber que así como el Señor te hizo el más poderoso de los reyes
de la tierra, igualmente te ha elegido entre todos para preparar mi
camino y liberar mi tierra de manos de los musulmanes, y conseguirte
por ello una corona de inmarcesible gloria. El camino de estrellas
que viste en el cielo significa que desde estas tierras hasta Galicia
has de ir con un gran ejército a combatir a las pérfidas gentes
paganas, y a liberar mi camino y mi tierra, y a visitar mi basílica
y mi sarcófago”.
El
Camino se empapa en Castilla de nuestra filosofía, que no está ni
en libros ni ensayos, sino en nuestra forma de vida. El Camino en su
discurrir por Castilla es una penitencia para los sentidos, es una
austeridad solemne, es una búsqueda para el caminante del verdor
perdido como metáfora de un
viaje hacia una tumba para renovarse espiritualmente.
En Castilla el peregrino no encuentra litofanías ni litolatrías, la piedra sagrada que no es un objeto divino, sino un signo de la presencia de lo divino, está ultreia en Padrón o Muxía, pero se sustituye por un guijarro que carga el pecador del tamaño y peso del pecado que pretende expiar hasta depositarlo en el humilladero de Foncebadón.
El
pensar simbólico precede al lenguaje y a la razón discursiva
(Eliade), y el símbolo es la lengua de los dioses porque expresa lo
inefable, por eso, en una religión escatológica como la cristiana, y
en una tierra fuertemente ruralizada y agraria como Castilla, los
textos se sustituyen por imágenes: el moscóforo (portador del
ternero) clásico del Buen Pastor, Cristo Juez, Cristo de la Buena
Muerte, Cristo Salvador o Cristo Rey y la de la Virgen y el Apóstol,
que cimentan la espiritualidad y la interiorización del Camino.
Muchas personas
abandonan el Camino en Burgos y lo retoman en León desplazándose en
transporte público entre ambas capitales. Los extranjeros y muchos
españoles que hacen el Camino eliminan el tramo de la Meseta,
rompiendo el simbolismo y la mística del Camino, su sobriedad, su
silencio, sus pistas forestales interminables, la cita con el Arte y
la Historia en Castrojeriz, Carrión de los Condes y Sahagún.y por
supuesto desoyendo los elogios de Aymeric Picaud en el Codex
Calixtinus: “Pasados los montes de Oca está Castilla, tierra llena
de tesoros, abunda en oro y plata, telas y fortísimos caballos, y es
fértil en pan, vino, carne, pescado, leche y miel”.
El Camino en Castilla
y León nos reserva otra cita imprescindible: la Celda de las
Emparedadas de Astorga. “En general, la historiografía de la
época moderna insiste en que la reclusión o el empararedamiento fue
un fenómeno más desarrollado en el ámbito femenino y voluntario,
ascético y piadoso; y protegido por la realeza.”-Gregoria Cavero
Domínguez-. La única celda que se conserva en España, la de
Astorga es un pequeño espacio entre la Capilla de San Esteban y la
Iglesia de Santa Marta y tiene tres vanos: dos son ventanas, una
comunica con el exterior y otra con la parroquial. El tercer vano era
la puerta de entrada, tapiada de modo que no volvía a abrirse hasta
que la reclusa hubiese muerto. La ventana exterior permitía la
caridad y sobre ella se lee la inscripción: “acuérdate de mi
condición, pues esta será la tuya, yo ayer, tú hoy”.
Las Muradas fueron
prohibidas por el sínodo del Obispo Ayala en 1693 dando fin a un
modo de vida “inventada por mujeres y para mujeres que quisieron un
papel espiritual trascendente pero sin ser religiosas, y que
quisieron ser cristianas pero ni en la Iglesia constituida ni en la
herejía”-Milagros Rivera Garretas.
Y el Camino en
Castilla y León nos ofrece uno de los desvíos obligados del Camino
a escasos kilómetros de Murias de Rechivaldo o Santa Catalina de
Somoza: Castrillo de los Polvazares. Declarado Conjunto
Histórico Artístico, este pueblo arriero ambientó la novela La
esfinge maragata de nuestra tres veces candidata al premio Nobel,
Concha Espina.
Seguimos
caminando con nuestro guijarro por El Ganso y Rabanal del Camino para
llegar a Foncebadón y depositarlo en la Cruz de Ferro, humilladero
del Camino.
Nos espera el Bierzo, con esa sensación de estar interiorizando el
Camino en plenitud. Tierra de Templarios, perfecta sinestesia del
alma del peregrino que ha aprehendido a hablar con los ojos y a besar
con la mirada caminando por Castilla, el Santo Grial de la Basílica
de San Isidoro de Léon (cáliz de Doña Urraca) para llegar a O
Cebreiro como custodio de otro Santo Grial (cáliz del milagro
eucarístico). En palabras de Elías Valiña Sampedro: “el
Cebrero con su milagro ha proporcionado el
tema a Wagner para la composición del Parsifal.
Así el famoso país de Parsifal es Galicia, el templo indestructible
sito en la montaña: el Santuario del Cebrero y el Grial misterioso,
el Cáliz del Cebrero".
Castilla
y León es vida, es la interiorización del Camino, su cielo de
estrellas, y la soledad y el silencio que necesita el alma para
hablarte peregrino. Es muy sencillo, camina y escúchate. ¡Buen Camino!