Las preguntas, cuando se aproximan al mundo poético, a las
emociones y sentimientos, frustraciones, dolor, felicidad, alegría... arrastran el viejo problema de su definición con pretendida exactitud conforme
a los patrones de la lógica. Cuando no se hallan las respuestas definitivas,
solo cabe la tarea de formularlas mejor.
¿Qué es querer y qué es amar? Para los griegos, el concepto de amor tenía tres acepciones: eros como afán de belleza; philía,
como amistad, cuidado y trato frecuente; y ágape, como estimación y
amor recíproco.
Los clásicos incluían el amor Dei intellectualis (como
amor del alma, de la psique, del intelecto, a Dios) y el amor fati o
aceptación del destino, pero no concebido como una mera resignación fatalista,
sino del que hemos elegido. Nietzsche
lo definiría como ego fatum, anudando en nuestras vidas el yo y el
carácter forjado de nuestro hado.
El amor, en sentido etimológico (del latín amor- amoris) es un
concepto universal relativo a los seres humanos y que también se manifiesta en
la ciencia, religión, filosofía, psicología
y arte. Sin embargo, lo anudamos en la vida cotidiana al afecto y apego
entre las personas.
Nuestro diccionario de la Real Academia nos da una aproximación
en sus primeras acepciones: amar sería tener amor a alguien o a algo; y querer
sería desear o apetecer. Es decir, amar conlleva en esencia un comportamiento
altruista, puro y desinteresado; y querer acarrea un esperar algo y mantener
unas expectativas.
Amar produce un gozo muy intenso y querer produce sufrimiento
cuando lo que deseamos se frustra. Es más fácil encontrar a alguien para quien
le seas útil e incluso indispensable para determinados fines vitales, que amar,
porque en última instancia comporta un talante filántropo, dadivoso y generoso.
En palabras de San Agustín, ama y haz lo que quieras.
El lenguaje ordinario distingue el yo te amo del yo te quiero, otorgando al primero
una profundidad mayor, y establece por ello un acotamiento del término que se
circunscribe al ámbito de la pareja y lo excluye del sentimiento hacia hijos,
amigos, arte, y cualesquiera otras formas de amor en los que se revela en la
vida cotidiana.
De alguna forma, intuitivamente, se percibe que nuestra lengua marca
diferencias aunque a veces no se conozcan los límites. El matiz necesariamente
debe ser el propósito, quid pro quo, es decir la reciprocidad en tomar
algo a cambio de, -do ut des- en consonancia con el acto de
querer; frente ab imo pectore, desde lo profundo del corazón, a pecho
abierto, actitud propia del acto de amar.
El análisis de expresiones y
sentimientos coloquiales, nos puede ilustrar, y además aclarar que toda forma
de violencia hacia la mujer en ningún caso brota del sentimiento amoroso. La
maté porque era mía y si no te
pega, no te quiere, indican idea de
posesión: esa persona me pertenece para darme satisfacción y placer; nació para
mí en exclusiva; no concibo su propia felicidad alejada de mi existir, y la
maltrato porque quiero someterla a mi.
Es decir, la quiero para mí y en el marco de expectativas que yo deseo para mí.
De igual suerte, los celos y el miedo al compromiso, formarían
parte igualmente del universo del querer. Me aterra un proyecto de vida en
común, es decir, de ser libre, o
lo que es lo mismo, no me uno vitalmente a nadie porque prejuzgo que esa
relación en última instancia romperá mis perspectivas futuras. Los celos
representan la ausencia total de confianza y actitud enfermiza y dolorosa
frente al brote de placer constante del acto de amar y por ello se constituyen
en su antítesis.
El amor romántico podríamos enmarcarlo en una especie de querer
sublimado, en la medida en que idealiza a la persona, a la media naranja
que nos colmará de felicidad, y que por tanto complementa nuestras
expectativas. El amor platónico por el contrario, es la sabiduría misma, la
elevación de un conocimiento desinteresado, idealista, y dado que no proclama en ningún momento la castidad,
pese a la connotación extendida de ausencia de sexo entre amantes, definiría
bien el anhelo eterno humano: amor puro con derecho a coito. La metáfora
de Aristóteles en su sistema de esferas celestes en la que una produce el
movimiento a la otra consiguiendo solucionar el problema del motor moviente de
la última, al modo en que los
enamorados son guiados por el amor de su amada, tal vez sea una de las mejores
páginas en las que se haya plasmado dicho concepto.
El idilio del perro con el hombre tiene su raíz en la ausencia
de conflictos, en la perfecta comunión del animal con su benefactor y se
mantiene impoluta por la ausencia de evolución. La vida para nuestra mascota es
circular; la nuestra es lineal y sometida a cambio, pero el can no espera nada
a cambio, a veces no obtiene ni caricias. Esa es la esencia del amor del perro
hacia nosotros: fidelidad absoluta con licencia de coqueteo, sexo y apareamiento con su especie.
Tal vez Kundera esté en lo cierto y nunca seamos capaces de
establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con el prójimo son
producto de nuestros sentimientos y sí de relaciones de fuerzas, por ello como
si de un programa mecanicista se tratara, llegó a afirmar que el amor cuando se
hace público, se convierte en una carga. Newton en cambio y enfrentado a
Descartes, apostó por fuerzas a distancia reduciendo la materia a la contenida
en una cáscara de nuez, y consiguió poner en orden el movimiento planetario.
Sea como fuere, sigue siendo válida la máxima de Cristo: ama
al prójimo como a ti mismo. Y es que en el principio era el Verbo, es
decir, el Soliloquio divino que se transforma en acción creadora del mundo, por
Amor.
Podemos pues extender el concepto del verbo amar a los hijos,
padres, poesía o equipo de fútbol, cuando ese afecto brote del corazón y sea
desinteresado, y por el contrario, emplear el término querer cuando detrás de
esa sensación anide en nosotros un interés.
Y dado que Platón no prescribió la continencia carnal, podemos
amar disfrutando de la sexualidad. Formulando mejor las preguntas, llegamos a
respuestas más placenteras: el amor platónico tiene también derecho a
coito.