Los clásicos
establecieron una distinción radical entre la palabra
(ciudadanos que especulan) y el hecho (esclavos que laboran).
En lenguaje coloquial hablamos de teoría y práctica subrayando el
desdén por el saber, frente a la habilidad de la experiencia para
solucionar los problemas de la vida cotidiana.
La palabra teoría
se remonta a orígenes religiosos:
theoros
era
el representante que las ciudades griegas enviaban a los festivales
públicos, es decir, nace con el sentido de contemplar. Platón y
Parménides la anudan al logos,
a la razón, como garantía frente a la inestabilidad y la
incertidumbre del reino de la opinión -doxa-.
Para los filósofos
griegos, las virtudes eran algo objetivo y consistían en ciertos
saberes, en la consecución de la perfección –areté-,
por ejemplo respecto del zapatero, el dominio de la técnica para
hacer zapatos. Entraban en juego tres factores: capacidad innata,
aprendizaje y práctica. La areté
moral
consistía en la buena vida, lo cual presuponía el conocimiento
previo del bien mediante el autoconocimiento, de ahí que Sócrates
hiciera suya la máxima
conócete a ti mismo.
Para el gobierno se exigía la areté
política.
Despreciamos
el conocimiento y nos instalamos en el reino de la sabiduría
de bolsillo, en
la eyaculación
precoz, en
no profundizar en las cosas, ni en las ideas, ni en los hábitos
adquiridos.
Con
frecuencia, se enmascaran con el error humano, prácticas que
obedecen a falta de valores, de actitud, de rigor, de búsqueda de la
perfección, de teoría,
que en definitiva no deja de ser un punto de vista crítico sobre el
trabajo o las acciones que realizamos.
En definitiva, es el abandono de la areté
moral,
de la vocación, del compromiso, y con ello la vuelta al punto de
vista de la sociedad esclavista: limítense
a los hechos.
Recordemos
que el
mito de Protágoras contaba una historia en la que se venía a probar
que no hay ciudad posible sin ciudadanos dotados de virtud política.
Podía sobrevivir la ciudad con que en ella, solo algunos conocieran
la medicina o la música, porque esos pocos bastaban para atender la
salud o entretener el ocio de la comunidad entera. Pero como no todos
poseyeran el sentido del respeto y la justicia, sus habitantes se
destrozarían entre sí y la ciudad estaría perdida. Esa condición
tan imprescindible para la vida en común no nos la entrega
graciosamente la naturaleza, sino que la conquistamos solo por la
educación y el ejercicio. Por eso, a quien le faltaba, se le
achacaba un defecto culpable que había de ser tratado como una
enfermedad.
El
viejo Aristóteles también intuyó que la democracia podía caer en
la degeneración. Y Polibio en el siglo II A.C. llamó oclocracia
a
ese estadio de degeneración democrática donde gobernarían los
peores, y eso sucedería cuando la decadencia de las élites
condujera a un proceso en el que los políticos
dejarían de servir al pueblo, para servirse del pueblo. ¿Qué
ocurriría en ese momento? Pues que triunfaría la oligarquía, y el
pueblo terminaría por decidir un cambio
y
llegarían al poder personas sin la adecuada formación.
Pero
Camus y Peter nos dan otro punto de vista del viejo asunto de la
necedad que en definitiva permite a los demagogos gobernar
al pueblo. La
estupidez ha sido muy bien estudiada entre otros autores por Erasmo
de Rotterdam en su Elogio
de la locura (estulticia)
y por Carlo M. Cipolla en Las
leyes fundamentales de la estupidez humana.
“Las tendencias culturales que prevalecen hoy en día en los países
occidentales favorecen una visión igualitaria de la humanidad. Se
prefiere pensar en el hombre como el producto de masa de una cadena
de montaje perfectamente organizada”-Carlo M.Cipolla-.
En el mito de Sísifo,
Camus
nos presentó al personaje como metáfora del hombre moderno, que
pasa gran parte de su vida en centros de trabajo deshumanizados, lo
que conlleva según el autor, al absurdo de nuestras vidas, anudadas
al valor de lo que producimos. El astuto Sísifo fue condenado por
engañar a los dioses, a la ceguera y a empujar perpetuamente un
peñasco colina arriba hasta caer rodando nuevamente al valle e
iniciar de nuevo sus trabajos. Sin analizar la pregunta filosófica
que se planteaba Camus sobre el suicidio como alternativa a esa
angustia vital, afirmaremos que los dioses castigaron la creatividad
y la inteligencia, para no volver a ser objeto de treta alguna por
parte de ningún humano.
Y
Laurence J. Peter nos ofrece
otro enfoque. Según él, la sociedad está estructurada para
tender a trepar, para alcanzar una mejor posición en el seno de una
organización. Al observar
que tras el proceso de selección, la incompetencia se instalaba en
todos los niveles de todas las jerarquías (políticas, legales,
educacionales, industriales, de funcionarios...) formuló la
hipótesis de que la causa radicaba en alguna característica
intrínseca de las reglas de juego para promocionar a la gente. De
manera que formuló el principio que lleva su nombre, El principio
de Peter:
”En
una jerarquía, todo empleado tiende a ascender a su nivel de
incompetencia".
¿Cómo
se va articulando el proceso según Peter? Con una política de
ascensos que ignora un hecho elemental: responsabilidades
y cometidos diferentes, requieren perfiles nuevos,
con el resultado final de que la escala de mando en las
organizaciones, tiende a ser ocupada por personas que son
incompetentes para desempeñar sus funciones. Tal vez la explicación
radique en el hecho de que se suele promocionar, bien a gente con
padrino
o bien a gente que realiza con competencia su trabajo en
responsabilidades inferiores, es decir sin tener en cuenta su
idoneidad para el nuevo puesto, y al final ocurre lo que a la nata,
que sube hasta que se corta.
La
competencia de un empleado es determinada no por gente de fuera de la
organización sino por el superior en la jerarquía. Pueden ocurrir
dos cosas:
- Que el superior se encuentre aún en el nivel de competencia, y valore a sus subordinados en atención al trabajo útil que realiza y su grado de eficiencia.
- Que el superior haya alcanzado su nivel de incompetencia, y valore al empleado con criterios institucionales, es decir como el comportamiento que secunda reglas, rituales y formalismos.
Lo
normal es que la evaluación la realice el “adaptado”, y por ello
prevalece la consistencia interna, las reglas de juego establecidas.
De esta forma, se prioriza la adaptación y se desdeña la
creatividad. El trabajador se convierte en autómata, siempre
obedece, nunca decide, y descubre que tras la consigna el
jefe siempre lleva razón, se
esconde una máxima: la
supercompetencia es más peligrosa
y recusable que la incompetencia y la jerarquía debe ser preservada.
Sea
como fuere, bien por degeneración
de la democracia
o de cualquier régimen político, bien por necedad:
“sin mí no habría sociedad posible ni relaciones sólidas y
agradables en la vida; sin mí, a la verdad, el pueblo no soportaría
largo tiempo a su príncipe, el señor a su criado, la criada a su
dueña, el discípulo a su preceptor, el amigo a su amigo, la esposa
a su marido, el mesonero a su huésped, el compañero a su compañero
ni el convidado al anfitrión; si no se engañaran mutuamente, se
adularan unos a otros y usaran de complacencia, frotándose
recíprocamente con la miel de la necedad”-Erasmo de Rotterdam-, o
por la incompetencia
a la que tienden las organizaciones, lo cierto es que la sentencia de
los dioses a Sísifo nos condenó a la estupidez a los humanos y en
definitiva a ser corderos para lobos demagogos. En algo tienen
necesariamente que estar fallando el sistema educativo, los medios de
comunicación de masas y nuestro marco de valores. Sic transit.
Nicolás Costas:
Se ha sentenciado a los corderos, y Sísifo ejecuta la pena ¿Pero quién juzgará a los lobos y ejecutará a los demagogos? Estos parecen bendecidos no sólo por la estupidez de los corderos sino también por la riqueza en ardides del divino Odiseo. Quizá no sea la incompetencia su pecado sino la solo búsqueda del poder como fin en sí mismo. Puede juzgarlo cada cual, por supuesto, y Trasímaco de la República será viejo fiscal.
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