El problema sucesorio, una cuestión europea
Carlos II rey de España desde 1665, con tan solo cuatro años, tras la muerte de su padre Felipe IV, tenía graves problemas físicos y psíquicos.
Su madre, Mariana de Austria, la reina viuda, ayudada por el Consejo de Gobierno, formado por la Alta Nobleza y el Clero se hizo cargo de la regencia del Reino hasta su mayoría de edad en 1675 a los catorce años.
El Consejo de Estado propuso en 1677 que el rey se casara con María Luisa de Orleans, sobrina de Luis XIV de Francia, matrimonio que se celebró dos años después, ya que en ese momento España y Francia se encontraban en guerra.
Pocos meses después de la boda y ante la falta de descendencia, comenzaban a circular crueles coplillas populares de esta guisa:
"París, bella flor de Lis,
En aflicción tan extraña,
Si parís, parís a España,
Si no parís, a Paris".
En 1689, tras un accidente montando a caballo, moría María Luisa de Orleans, sin haber tenido hijos.
En 1690, Carlos se casaba de nuevo. La elegida era María Ana de Neoburgo, familia conocida por la fecundidad de sus mujeres. El paso del tiempo iba dejando claro que las posibilidades de descendencia de Carlos II eran muy escasas.
En 1696, designó como sucesor en caso de no tener descendencia a José Fernando de Baviera, nieto de la infanta Margarita Teresa, hija de Felipe IV y de Maximiliano, elector de Baviera. Sin embargo, la muerte en oscuras circunstancias del todavía niño José Fernando en 1699, puso de nuevo el problema sobre la mesa.
La corte de Madrid se dividió en dos posiciones, el llamado Partido Austriaco que contaba con el apoyo de la reina María Ana de Neoburgo, el embajador austriaco Harrach y el Almirante de Castilla reclamaban la herencia para el Archiduque Carlos de Austria, hijo segundo del Emperador Leopoldo I.
El Partido Francés, cuyos mayores apoyos eran el cardenal Portocarrero, presidente del Consejo de Estado, el embajador francés Harcourt y varios miembros de la Nobleza entre los que destacaban el marqués de Mancera y Don Francisco Ronquillo, proponían a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV de Francia.
En España la situación se vivía con creciente dramatismo, y en ese ambiente de crispación y pseudofanatismo religioso se dio la más estrafalaria y vergonzosa circunstancia, cuando los rumores que achacaban a un hechizo la falta de descendencia del rey, fueron asumidos por el Consejo de Estado, reclamando la presencia de un exorcista de reconocido prestigio en Asturias, fray Antonio Álvarez de Argüelles, quien tras la ceremonia manifestó que efectivamente el rey estaba hechizado y que como remedio se le suministrara: "un cuartillo de aceite en ayunas con la bendición de exorcismos". El rey se sometió resignadamente a tratamiento, y al trascender la noticia llegaron de Francia y Austria nuevos "expertos" cuyos tratamientos incluían acercamientos a uno u otro bloque.
A la vez, en las cancillerías europeas se concertaban tratados de partición de la Monarquía Española, sin tener en cuenta en absoluto la voluntad de Carlos II y sus súbditos.
Zarandeado por unos y por otros, Carlos II escribió su testamento en secreto el 11 de octubre de 1700. Tan solo poco más de dos semanas después moría en Madrid el uno de noviembre de 1700 a los cuarenta años de edad.
Las Dos Coronas frente a la Gran Alianza
La tarde del uno de noviembre de 1700, se abría el testamento en presencia de la representación diplomática en Madrid.
El nuevo embajador francés, M. Blecourt y el austriaco Harrach esperaban impacientes. El testamento legaba la corona de España al candidato francés, Felipe de Anjou.
Conocido el resultado, el embajador francés se dirigió al austriaco en estos socarrones términos: "Sire, es un placer, es un gran honor para toda mi vida, Sire, despedirme de la Ilustrísima Casa de Austria".
El cardenal Portocarrero dio a conocer la noticia a Versalles, mientras ordenaba rogativas para que se aceptase la corona por el duque de Anjou. La orden pareció a muchos la culminación de un proceso donde la falta de dignidad había sido la nota dominante.
Parecía que se mendigaba un rey en lugar de ofrecerse una herencia. En Viena la indignación era total, se creía o así se manifestaba públicamente que el testamento era falso, que se había manipulado la voluntad de Carlos II. Desde la capital imperial se amenazó con la guerra.
En París, Luis XIV aceptó el testamento y presentó el 17 de noviembre en Versalles a su nieto como Felipe V de España.
Inglaterra y Holanda que habían firmado tratados de partición de la herencia española con Francia, tacharon de falta de palabra a Luis XIV, pero a pesar de todo aceptaron a regañadientes al nuevo soberano.
Sin embargo fue la soberbia de Luis XIV, lo que precipitó la guerra. El uno de diciembre de 1700 declaró que los derechos del Duque de Anjou a la corona de Francia no quedaban extinguidos con su subida al trono español, en contra de lo manifestado por el propio Carlos II en su testamento. A continuación tropas francesas entraron en las plazas fuertes españolas en Flandes, lo que suponía flagrante violación del tratado de Ryswick. Holanda veía a su archienemigo a las puertas.
El 7 de septiembre de 1701 se firmaba en La Haya "La Gran Alianza" entre Inglaterra, Holanda y el Imperio, con la mayoría de príncipes alemanes, de los que se excluía Baviera. El elector Maximiliano se alineaba con la Francia de Felipe V, en lo que se conocería, sobre todo en el territorio español como "Las Dos Coronas".
Faraón rey de Egipto
Los faraones gobernaron Egipto desde el 3000 a.C. aproximadamente, hasta la conquista romana, en el 30 a.C. Tras una apariencia de unidad, fueron muchos los cambios (económicos, tecnológicos, artísticos y políticos) que transformaron el país. Hubo épocas, por otra parte, en que el poder se compartió con invasores de potencias vecinas. A pesar de todos estos cambios, la flexibilidad inherente a la monarquía egipcia le permitió sobrevivir durante más de tres milenios.
El faraón representaba a los dioses en la tierra, manteniendo la maat (orden universal) y protegiendo a Egipto de sus invasores.
Se creía que a su muerte el faraón viajaba al inframundo o mundo de los muertos. Lo necesario para el viaje le era suministrado mediante textos mágicos, fórmulas, la decoración de su tumba y su ajuar funerario.
Al llegar a la otra vida se asimilaba con el dios Osiris, señor de los muertos y del inframundo y uno de los gobernantes míticos de Egipto antes de la creación de la humanidad. El faraón difunto también era asociado a otros dioses, entre ellos Re, el dios Solar, y al igual que el sol, viajaba cada noche por el inframundo para renacer a diario con el alba.
Para ayudar al faraón en su periplo hacia una nueva vida, eterna esta vez, se construía una majestuosa tumba cuya función era acoger su cuerpo y darle tanto los conocimientos rituales como los objetos necesarios para la otra vida. Esta tumba se empezaba a construir a inicios de su reinado, para garantizar que estuviera todo preparado cuando falleciera el monarca.
La estructura de las tumbas reales fue cambiando a lo largo de la Historia. Durante el Reino Antiguo y el Reino Medio se erigían pirámides. Más tarde, las tumbas pasaron a excavarse en las laderas del Valle de los Reyes, en Tebas, con el objetivo de ocultar su ubicación y su valioso contenido.
Todas las tumbas estaban decoradas minuciosamente con textos mágicos y protectores, así como con descripciones de rituales. A pesar de estas precauciones, casi todas acabaron siendo saqueadas, en la mayoría de los casos ya en la antigüedad.
Valencia. Exposición Caíxa Fórum y Bristish Museum
Pórtico de la Majestad de la Colegiata de Toro
Kant ha definido lo bello como aquello que place universalmente sin concepto, es decir, sin necesidad de tener un conocimiento previo (un concepto) del objeto. De acuerdo con este carácter aconceptual de lo bello, ¿debemos aceptar un sólo tipo de belleza? Si bien es cierto que determinados objetos pueden ser considerados bellos sin presuponer su concepto, sin la consideración de su fin, como, por ejemplo, los pájaros o las flores, qué decir de aquellos objetos cuya contemplación —como en el caso de un monumento histórico— no puede ser separada de cierto concepto del objeto, o sea, de la consideración del fin que llevó a la construcción de ese monumento? Kant se plantea este problema, y al resolverlo se ve obligado a aceptar la intervención del concepto, cierta consideración del fin. Pero, entonces, ¿Cuál es el estatuto de lo bello? De acuerdo con el distinto papel del concepto —nulo en un caso, relativo en otro— ¿no habrá que reconocer dos tipos de belleza: una según la mera forma, sin concepto, y otra, según su fin, su concepto? Y, al mismo tiempo que se hace esta distinción ¿no habrá que establecer una jerarquía entre ambas bellezas, de tal modo que una sea pura, libre, y otra inferior o —como dice Kant— adherente? -Adolfo Sánchez Vázquez.


