En el álbum de memoria de infancia en mi Puertollano, hay hueco para esos fotógrafos que como la magdalena de Proust cada vez que ojeo el libro de mis recuerdos, me llevan a esa Arcadia feliz que tuve la fortuna de vivir.
Los puertollaneros estamos agradecidos al legado de José Rueda Mozos nuestro corresponsal gráfico, pero también a quienes convirtieron en instantáneas de nuestras vidas en daguerrotipos.
¿Cómo no recordar a Sánchez, Cañadas y al inefable Risitas? El estudio serio y profesional, frente al estudio-casa cajón desastre entre el perfecto desorden con cierto toque de síndrome de Diógenes del Risitas.
El Risitas solía tener cola para hacerse la foto, nada comparable con el selfi, en el Paseo en días de domingo que aprovechabas para degustar jobitos (maíz frito), cotufas (palomitas de maíz), el cucurucho de pipas de Juanito, regaliz y chochitos (altramuces) del dornillo de Valentina. El Paseo de San Gregorio y la fuente agria eran el escenario de nuestros encuentros, de nuestras alegrías, nuestro flashmob particular.

Aún lo recuerdo en tardes de cine en el Lepanto, cinéfilo y solitario, como uno de esos personajes entrañables de nuestro pueblo que con el paso del tiempo uno reivindica en su crónica sentimental.
Hoy la modernidad es líquida, pero el viejo Aristóteles tenía razón: la mirada a nuestros recuerdos y seres queridos nos proporcionan más placer que la posmodernidad reducida a virtualidad, a un selfi sin la mano artesana de esas máquinas del pajarito, de una vida en continua emergencia de encuentros fugaces, desechables y superficiales.
En mi infancia sólida, así recuerdo la Concha de la Música y la fuente del niño meón.
En mi infancia sólida, así recuerdo la Concha de la Música y la fuente del niño meón.
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