Progreso
moral y encuentro con el Otro en la Fuente Agria de Puertollano
No
hay opinión posible, ni ciencia, ni punto de vista, que no se apoye
en un marco de valores. En Puertollano (España), mi pueblo, aprendí
muchas cosas de niño, y siempre es una referencia obligada para mí
cuando racionalizo la sociedad en la que me tocó nacer y crecer.
Uno de los grandes
problemas que tienen las organizaciones, es la transmisión de
información a toda su base social. Invierten grandes recursos en
hacer llegar las instrucciones oportunas y en la mayoría de los
casos se tiene que poner especial empeño en corregir las
desviaciones producidas. Imaginemos la complejidad que supone llevar
a todo el personal que trabaja en un Complejo Petroquímico las
directrices en cualquier materia, bien sea laboral, de producción,
de seguridad o cualesquiera otras de análoga naturaleza. O la
dificultad de cualquier Gobierno en hacer llegar a los ciudadanos las
campañas que organiza. Al mecanismo informativo, hay que sumarle la
tarea de crear normas para el correcto funcionamiento de las cosas.
Pensemos a modo de ejemplo en que los cometidos que realizamos emanan
de unas ordenanzas propias. Y si especulamos un poco más llegamos al
mundo del Derecho, lleno de leyes, coerciones y disposiciones
escritas.
Pues bien, de niño
aprendí sin que me conste que esté legislado en ningún sitio, que
uno de los caños de la Fuente Agria de Puertollano se reservaba con
prioridad a la gente que simplemente quería beber un vaso de agua o
un jarro de los de uso público. Eran tiempos de mucha espera para
llenar botellas que llevar a casa, e incluso una especie de oficio
para personajes entrañables y de sobra conocidos como El
Tota o
Enrique
de la calle San José. Aún seguía en pie nuestra Plaza de Toros y
la calidad del agua era excelente, si bien los mayores hablaban de un
tiempo en el que el agua brotaba con muchísima más fuerza y gas
natural. Después, con el derribo del coso taurino, vino una de
nuestras leyendas urbanas: la cimentación del Edificio
Tauro
había dañado el manantial.
Pero lo esencial es recalcar, al margen de estas notas cargadas de sentimiento, que es la ciudadanía la que decide el caño que debe reservarse para beber y permitir su uso a la gente sin necesidad de guardar el turno. Ese acto nos individualiza frente a la masa, nos humaniza, nos lanza al encuentro con el Otro pues requiere el esfuerzo de atención previo de verificar el único deseo de beber agua. La escena nos obliga a no permanecer fríos, insensibles, sin alma, pues la costumbre conlleva la exigencia de lo justo, es decir, si quieres llenar envases, guarda la cola. Parece una escena trivial, pero es todo un canto a la individualidad, que nos hace mejores y más sensatos que cuando formamos parte de la masa. La Fuente Agria nos humaniza y nos obliga a hacer una pausa para dialogar con nuestros vecinos, es pues un ejemplo de cómo un pueblo crea normas consuetudinarias sin necesidad de imponerlas por ley, y de la sabiduría popular para mantenerlas.
Pero lo esencial es recalcar, al margen de estas notas cargadas de sentimiento, que es la ciudadanía la que decide el caño que debe reservarse para beber y permitir su uso a la gente sin necesidad de guardar el turno. Ese acto nos individualiza frente a la masa, nos humaniza, nos lanza al encuentro con el Otro pues requiere el esfuerzo de atención previo de verificar el único deseo de beber agua. La escena nos obliga a no permanecer fríos, insensibles, sin alma, pues la costumbre conlleva la exigencia de lo justo, es decir, si quieres llenar envases, guarda la cola. Parece una escena trivial, pero es todo un canto a la individualidad, que nos hace mejores y más sensatos que cuando formamos parte de la masa. La Fuente Agria nos humaniza y nos obliga a hacer una pausa para dialogar con nuestros vecinos, es pues un ejemplo de cómo un pueblo crea normas consuetudinarias sin necesidad de imponerlas por ley, y de la sabiduría popular para mantenerlas.
Ahora bien, ¿cómo
ha sido posible esa tradición? Sin duda de nuestra idiosincrasia, de
la elección del diálogo con nuestros semejantes en los años de
fuerte crecimiento económico. Puertollano no optó por blindarse
ante las costumbres de otros pueblos, ni mucho menos entabló
enemistad alguna. Ese es el gran milagro, el sincretismo que nos ha
forjado un carácter. Jamás escuché un término despectivo para
referirse a los inmigrantes que venían a nuestro pueblo a trabajar.
Esa es nuestra grandeza, el elevar a norma la máxima de nadie
es más que nadie,
es decir, ser un pueblo con alma, con Espíritu que te envuelve y
fagocita. Mi padre, el Espartero,
nacido en la provincia de Badajoz, siempre se sintió puertollanero y
nuestros mayores no suelen abandonar la ciudad para retornar a su
tierra cuando se jubilan.
El Hombre es un
animal social, ahora bien a lo largo de la Historia ha definido sus
relaciones con los pueblos vecinos de tres formas distintas:
conflicto (a menudo bélico), aislamiento (con murallas o estrategias
defensivas de la cultura) o el abrazo y el diálogo. Solo los que
luchan se abrazan, como diría Hegel y ahí reside la clave del
progreso ético. Pero ese abrazo, que es la búsqueda de la paz
perpetua en el sentido Kantiano, solo puede darse cuando el diálogo
se establece sobre la aceptación del Otro, cuando comprendemos que
la razón y la verdad en última instancia y parafraseando a Borges
es una mera extravagancia. Siguiendo el ejemplo del caño de la
Fuente Agria, no se podría haber aceptado pacíficamente su uso, si
algún grupo social se hubiese erigido en legítimo dueño por razón
de estatus o linaje.
Esa es la clave por la que las civilizaciones en última
instancia no conviven de manera pacífica, porque acceden al Otro
desde sus valores, y ya sabemos que hay convicciones que generan
evidencias (Proust dixit). Ese buenismo
es posible solo desde la aceptación del Otro, eliminando el
etnocentrismo, y desde la lucha, es decir, sin caer en la ingenuidad
de que vivimos en el mejor de los mundos posibles, pues ya sabemos
que ello conlleva en última instancia al desengaño y a cultivar
nuestro jardín, es decir a la huida de nuestros semejantes.
El ser humano no ha
conseguido que la cultura suprima la barbarie, sino que la ha
perfeccionado como nos enseñó Voltaire. El progreso reside pues,
más en la eticidad de las costumbres y en el abrazo al Otro,que en
las Instituciones, pues éstas en última instancia siempre producen
normas, pero no eliminan la insociable sociabilidad del ser humano. Y
es que sigue siendo vigente la máxima de Adorno, la única Utopía
posible del ser humano, es acercarse al Otro, sin miedo.
Entrada La chimenea cuadrá de Puertollano
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