“Históricamente, la verdadera fecha del nacimiento de Jesús permanece bajo un velo de incertidumbre que no han podido levantar ni la historia romana, ni el censo imperial de aquella época, ni la investigación de siglos posteriores…” -L´Osservatore Romano.-
Un factor que promovió la astronomía
en la Edad Media fue la necesidad de reformar el calendario
juliano porque había acumulado errores durante un milenio y
medio adelantándose el equinoccio
de primavera diez días antes de la cuenta. Copérnico adujo como una
de sus razones de su innovación
la inexacta determinación del año tan importante para el
calendario, sin embargo la reforma gregoriana en 1582
fue fruto más de observaciones y datos empíricos que de las
teóricas
soluciones de
Copérnico. Con
Bernhardt
Walther se había puesto en marcha en 1471 la tradición de los observatorios cristianos para solucionar el problema.
La
Historia se encargó también de su
calendario. El
antes y después de
Cristo
se fijó en el siglo VI y se aceptó en Europa en el siglo XI. El
monje Dionisio
el Exiguo fijó la cronología basándose en la fundación de
Roma en el año 753 a.C. en el papado de Bonifacio
I. Los
primeros cristianos no celebraban la Natividad de Jesús y hasta el
siglo III no hay noticias sobre la fecha de su nacimiento. El
primer testimonio indirecto de que la natividad de Cristo fuese el 25
de diciembre lo ofrece Sexto Julio Africano el año 221.
A
partir del siglo IV los testimonios de este día como fecha del
nacimiento de Cristo son comunes en la tradición occidental,
mientras que en la oriental prevaleció la fecha del 6 de enero.
Fuente.
Hay un debate sobre si la Iglesia se
apropió de
la fiesta pagana del Deus
Sol Invictus, si fue al revés, o si el cálculo de dicha fecha
se estableció sobre los datos del evangelio de San Lucas 1- 26, 37:
“Al sexto mes, envió Dios al ángel San Gabriel a una ciudad de
Galilea llamada Nazaret, a una joven prometida a un hombre llamado
José, de la estirpe de David; el nombre de la joven era María...No
temas, María, pues Dios te ha concedido su favor. Concebirás y
darás a luz un hijo, al que pondrás por nombre Jesús...y su reino
no tendrá fin. ¿Cómo será esto, si yo no tengo relaciones con
ningún hombre? El ángel le contestó: el Espíritu Santo vendrá
sobre ti...por eso el que va a nacer será santo...Mira, tu pariente
Isabel también ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis
meses”. Es decir, María fue concebida a los seis meses de la
concepción de Juan identificada como el 31 del mes de Adar
que corresponde a nuestro 25 de marzo, lo que nos lleva al 25 de
diciembre.
Pero
como la verdadera fecha del nacimiento de Jesús permanece bajo un
velo de incertidumbre, lo esencial a mi juicio no es enredarme en
debates sino en subrayar que el natalicio de Cristo es el hecho más
importante para muchísimas personas -Vid.-
y que epifanía,
Resurrección y escatología
son por antonomasia los rasgos
esenciales del cristianismo, parafraseando a Unamuno, sin proyecto de
salvación y de vida eterna
después de esta vida, ¿para
qué Dios?
“El
hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta,
porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano.
Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado hemos
propuesto el término de hierofanía,
que es cómodo, puesto que no implica ninguna precisión
suplementaria: no expresa más que lo que está implícito en su
contenido etimológico, es decir, que algo sagrado se nos muestra.
Podría decirse que la historia de las religiones, de las más
primitivas a las más elaboradas, está constituida por una
acumulación de hierofanías, por las manifestaciones de las
realidades sacras. De la hierofanía más elemental (por ejemplo, la
manifestación de lo sagrado en un objeto cualquiera, una piedra o un
árbol) hasta la hierofanía suprema, que es, para un cristiano, la
encarnación de Dios en Jesucristo, no existe solución de
continuidad. Se trata siempre del mismo acto misterioso: la
manifestación de algo completamente
diferente,
de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que
forman parte integrante de nuestro mundo natural,
profano”
-Mircea Eliade. Lo
sagrado y lo profano.
Defiendo
las tradiciones, y dejo la puntería
histórica al
arquero, en otras palabras, la Navidad es un retorno
a la infancia, un
estado de complicidad social de buen
rollo,
un tiempo para reunirnos y nos gusta porque igual que el mar, nos
evoca todas las cosas que nos gustan...y nos
disgusta porque
nos evoca todas las cosas que ya no pueden ser igual. Pero cada
Navidad, entre
los resúmenes del año que se va y los propósitos del venidero, nos
cuesta vivir en el presente, y defender las cosas y principios en
los que creemos. Es tan sencillo como desear lo que el corazón
quiere mirándose al espejo. Lo de la paz, la felicidad y esos
brindis al sol, lo dejo como Proust a las mujeres bellas, para los
hombres sin imaginación.
Me gustan las luces, los adornos, escribir a los Reyes Magos, las
comidas de amigos y familiares y sentarme
junto al plato de jamón.
Y cuando la Navidad me
disgusta
por ese paraíso perdido, me siento como Víctor Hugo, a propósito
de la melancolía, dichoso
por sentirme desdichado.
“Hemos
llegado de nuevo a la Navidad, solemnidad litúrgica que conmemora el
nacimiento del divino Salvador, colmando nuestro espíritu de alegría
y paz. La
fecha del 25 de diciembre, como sabéis, es convencional. (...)
Conocemos con certeza el motivo y la finalidad de la Encarnación: el
Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos la luz de la verdad
salvífica y para transmitirnos su misma vida divina, haciéndonos
hijos adoptivos de Dios y hermanos suyos”. -Juan Pablo II-
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